martes, 17 de julio de 2012

LA CASONA


     Aún recuerdo aquellos veranos en el campo. Si hay algo de mi infancia que guardo con 
cariño, son las temporadas y vacaciones que pasaba en la casa de mis abuelos.
Me fascinaba ir allí, el liberarme de la ciudad, del bullicio, del estar todo el día encerrado
entre cuatro paredes que solo me hacían sentir preso de la esclavitud de vivir en pocos
metros.
El campo me daba libertad, podía respirar la paz y armonía que desprendía  cada 
centímetro de tierra, sentir el aire fresco, el correr libre entre el don de la naturaleza.
Siempre sentí una atracción por aquel lugar. Los veranos se hacían menos largos, las
vacaciones de navidad pasaban volando, los fines de semana apenas eran simples horas... 
el tiempo parecía relativo, como si allí, el día estuviese compuesto de doce o quince horas
simplemente.
Recuerdo la casona, esa majestuosa casa de campo que se alzaba en la nada entre 
los verdes pactos. Toda ella pintada de blanco, con sus grandes ventanales de madera
que resaltaban entre la generosidad de su amplia fachada. Y por dentro, sus misteriosos
pasillos y corredores en los cuales me gustaba perderme e imaginar que me adentraba
en un laberinto donde debía encontrar pronto una salida porque si no, sería capturado
por los guardianes de las habitaciones.
Pero hay un recóndito lugar de la casa donde nunca pude entrar; en la última planta, al
final del pasillo, en el techo, había una trampilla la cual mi abuela siempre me prohibió 
acceder a ella. Por más que le imploré y supliqué que me enseñara lo que allí había, ella
rehusaba de mi petición alegando que aquello no era lugar para niños... e incluso ni para
adultos.
Había veces que me plantaba justo debajo de aquella portezuela y miraba hacia arriba
imaginando que podría haber en aquel misterioso rincón; alguna vez estuve tentado por 
abrir aquella puerta y adentrarme en ese enigmático lugar, pero nunca me atreví, nunca
fui capaz de desobedecer las órdenes de mi abuela.
El último verano que pasé allí con ellos, en una ocasión y tras mi empeño y tenacidad por
saber que contenía aquella trampilla, mi abuela me contó, que se cernía una leyenda sobre
la casona de que todo aquel que subiera al desván, hallaría el día de su muerte.
En aquel entonces tenía catorce años, y a esa edad todo suena a fantasía e incredulidad.
Fueron las últimas vacaciones que pasé en el campo; ese año, entré en el instituto y a partir
de ahí, comencé a vivir mi vida de adolescente, ya no me atraía la vida en el campo, ni la
misteriosa casona, prefería quedarme en la ciudad y relacionarme con mis amigos. A los abuelos 
los visitaba esporádicamente, y aquello del desván, se me olvidó por completo.

Han pasado quince años, y hoy me encuentro de nuevo frente a la casona. Mis abuelos 
fallecieron ambos hace un par de años y ahora el casón va ser vendido junto con las tierras.
Los recuerdos de niñez me han conducido hasta aquí, me ha emocionado el volver a sentir la 
libertad y el olor a aire fresco. La nostalgia de aquellos años se cuela ante mí. La casona ya
no es lo que era, sus blancas paredes ya no son blancas, y sus grandes ventanales, parecen
haber menguado. Entro en ella y recorro cada estancia y cada pasillo, en ellos me veo 
correteando de niño, intentando escapar de aquel laberinto imaginario. Llego a la última 
planta y al final del pasillo distingo la trampilla del techo; una leve sonrisa se dibuja en mi cara,
recuerdo mi curiosidad por subir allí y la historia de mi abuela. Como si se tratase de una
travesura, miro a ambos lados del corredor para cerciorarme que nadie me ve. No puedo
decirle adiós a la casona, sin antes averiguar que se encuentra en aquel desván.
Bajo a la cocina y cojo una vieja silla, me cercioro de que aguantará mi peso. Vuelvo a subir
hasta la última planta. Coloco la silla junto debajo de la trampilla, me subo y tiro con
fuerza de la anilla de la portezuela. Este cede a la vez que se descuelga una pequeña escalerilla,
tiro de ella y comienzo a subir los escasos peldaños. Mi cabeza entra en el desván, un haz de
luz procedente de una minúscula ventana alumbra aquel habitáculo. Miro alrededor y no veo 
nada, la habitación está vacía, solo polvo en el suelo. Subo un par de peldaños más y me adentro
por completo; como si se tratara de un trofeo ganado, sonrío plenamente, tanto misterio para
nada, me digo. Vuelvo a mirar a alrededor de la estancia, en un rincón veo algo, me acerco y
compruebo que es un pequeño baúl; con curiosidad, lo tomo entre mis manos, me acerco a la
minúscula ventana, le soplo en polvo y lo abro. Tan solo un libro, el baúl contiene solo un libro.
Lo cojo, le paso la mano por la tapa para quitarle aquel polvorín y en él leo Bruno.... me quedo 
ensimismado leyendo ese nombre, es mi nombre, un libro con mi nombre. Desconcertado e
intrigado comienzo a ojearlo, el libro parece estar inacabado, gran parte de sus hojas están
en blanco. Leo la primera página, comienza con mi nacimiento, con la fecha de mi alumbramiento,
me quedo perplejo ante este hecho, es como si fuese un diario de mi vida. Leo varias hojas,
párrafos sueltos, en ellos encuentro hechos de cuando aún era bebé, de mi infancia, de
mi niñez, sucesos en el colegio, en la pubertad, en mi época de estudiante... Tembloroso 
me siento en el suelo, justo para que el rayo de luz procedente de la ventana alumbre con
claridad las páginas. Esto es inverosímil, ¿quién puede haber escrito un libro sobre mi vida y
haberlo dejado aquí?... miles de preguntas e incógnitas arrollan mi mente; de pronto recuerdo la
historia que me contó mi abuela hace quince años; busco la última página escrita... un accidente,
una muerte, y una fecha... la última hoja escrita acaba con una fecha... la fecha de hoy.



Ana Martos - Julio 2012.

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